Por Asdrúbal Aguiar
El peso de la deriva digital y tecnológica sobre la experiencia racional de la democracia es un tema de enorme complejidad. Lo abordó la OEA en el marco de la conmemoración del 25° aniversario de la adopción de la Carta Democrática Interamericana este 11 de septiembre. Tal cuestión – salvo en los espacios de Cuba, Nicaragua y en la Venezuela de Nicolás Maduro – desborda a la mentira política como fisiología del poder; esa que caracterizó al fascismo a mediados del siglo XX.
La explotación de los sentidos por acción inevitable de las redes sociales, abandonada la plaza pública como lugar de ejercicio de la razón mientras nos avergonzamos en Occidente de nuestras raíces, que son la obra del tiempo, en defecto del lugar y del tiempo imperan la virtualidad y la atemporalidad. La instantaneidad política y el narcisismo digital son las dos variables que conspiran contra la democracia y las elecciones; cuando se organizar para votar y para elegir. No se eligen en democracia a las dictaduras.
En dos textos de mi autoría, El Derecho a la democracia, de 2008 y, en Los principios de la democracia y la reelección presidencial indefinida, de 2021, editado en yunta con mi colega Allan Brewer Carías, dejamos prueba suficiente del valor prescriptivo y actual de la Carta Democrática Interamericana. En 2022 presentamos los Veinte años de violaciones de la Carta Democrática Interamericana en Venezuela. La Carta, pues, sólo espera de su cabal realización por los Estados y los órganos políticos del Sistema Interamericano. Su reforma nunca resolverá sobre lo que la ralentiza, la falta de voluntad política.
Su adopción en 2001, firmada pero rechazada por el actual régimen imperante en Venezuela y coincidente, aquí sí, con la acción terrorista sobre las Torres Gemelas, no fue un salto al vacío o un ejercicio coyuntural. Fue y es una decantación y actualización del patrimonio intelectual y de libertades mineralizado en las Américas desde la aurora de nuestras emancipaciones. Su más relevante antecedente lo representa la Declaración de Santiago de 1959.
Al superarse los cesarismos militares del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX – es el caso otra vez de Venezuela – se advierte que no bastaba el logro de las elecciones para hablar de la existencia de la democracia. Los principios de alternabilidad, independencia de los poderes, libertad de expresión y de prensa, entre otros, como la garantía de los derechos fundamentales a través del Estado constitucional y de Derecho, eran, desde entonces, los llamados a la forja de verdaderas democracias en la región.
Desde aquella fecha hasta 2001 –cuando media el caso de Alberto Fujimori, quien acaba de fallecer– se advierte la urgencia de renovar los postulados hoy contenidos en la Carta Democrática, para resolver lo que con lucidez diagnostica el juez mexicano y presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, también fallecido, Sergio García Ramírez. En uno de sus votos emblemáticos afirma que en el pasado se apelaba a la seguridad nacional para acabar con la democracia y el Estado de Derecho y, esta vez, en nombre de los derechos se destruye a la democracia y al Estado de Derecho. No son asuntos de relevancia, por cierto, para el Programa 2030 de Naciones Unidas.
La Carta tampoco es un decálogo de buenos propósitos, sujeto al principio de la No Intervención. Suman casi mil las enseñanzas jurisprudenciales de la Corte Interamericana tras la aplicación efectiva de la Carta en sede judicial. Es el instrumento de interpretación auténtica de las disposiciones de la Convención Americana de Derechos Humanos.
En sus sentencias y en su más reciente Opinión Consultiva sobre la Prohibición de la Reelección Presidencial Indefinida, adoptada para conjurar la desviación que significan las reelecciones en las Américas como si fuesen derechos humanos de los gobernantes, la Corte, para defender el derecho humano a la democracia – que dejó de ser un mero proceso o arquitectura para la formación del poder –y en consonancia con la Carta decide pro homine et libertatis. Los órganos políticos de la OEA, antes bien, todavía conjugan a favor del Príncipe, a favor del Estado, cada vez que la democracia sufre de alteraciones graves. He aquí el verdadero problema.
El mayor desafío que acusa la OEA a propósito de la Carta Democrática Interamericana, tal como lo dije ante el Consejo Permanente, reside en un caso inédito, la violación multifrontal de la misma Carta por el régimen de Caracas. Tras un verdadero golpe del Estado a la soberanía popular, que es la fuente de legitimidad originaria y la puerta de entrada a la democracia para su ejercicio como derecho humano, luego de las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio fueron desmontados todos los elementos esenciales y componentes fundamentales de la democracia. No uno, sino todos.
Mediante una colusión de poderes y el imperio de la mentira, por defecto de rendición de cuentas públicas sobre el hecho electoral, el colegiado gobernante abrogó en los hechos los principios de acceso al poder y su ejercicio conforme al Estado de Derecho, al igual que a la separación e independencia de los poderes públicos. Puso de lado el principio del respeto y garantía de los derechos humanos, mediante el ejercicio del terrorismo de Estado – lo ha dicho la CIDH; al punto de forzarse el exilio del presidente electo, Edmundo González Urrutia; e hizo desaparecer, tras la amenaza de un baño de sangre, el principio del pluralismo y la existencia de los partidos. Sin que mediase una sentencia penal y definitiva, se inhabilitó a la líder fundamental de las fuerzas democráticas, María Corina Machado.
En suma, al secuestrarse la manifestación de la voluntad popular tras el ocultamiento de las actas de escrutinio y al encarcelar a quienes protestan a través de las redes sociales para que sean mostradas, se han proscrito las libertades de pensamiento y de expresión y de participación política a través del voto que elige. Los venezolanos hicieron su tarea el 28J. Sigue pendiente la de la comunidad internacional.
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