A millones de mujeres ya no les alcanza para los anticonceptivos, lo que las obliga a tener embarazos insontenibles en un momento en el que a duras penas logran alimentar a los hijos que ya tienen.
En Caracas, un paquete de tres preservativos cuesta 4,40 dólares: el triple del salario mínimo de Venezuela, que es de 1,50 aproximadamente.
La píldora anticonceptiva cuesta alrededor de 11 dólares al mes, mientras que un dispositivo intrauterino (DIU) puede llegar a costar 40 dólares, más de 25 veces el salario mínimo. Y eso no incluye los honorarios del médico que tiene que implantarlo.
Con el costo de la contracepción tan fuera de su alcance, las mujeres cada vez más recurren al aborto, que es ilegal, mucho más costoso y, en los peores casos, les puede dejar secuelas de distintos niveles y hasta costarle la vida.
El país que por muchos años fue el más próspero de América Latina está sumido en una crisis que los economistas califican como la peor en décadas, fuera de un contexto de guerra, y su gente sufre de una inflación galopante y hambre generalizados.
Además, los venezolanos lidian con un sistema de salud tan maltrecho que ya no puede proveer la contracepción básica. Hoy, los anticonceptivos están ausentes en los hospitales estatales y escasean en las farmacias a precios prohibitivos.
Esta situación ha transformado la vida de las mujeres, que cargan con casi todo el peso de las responsabilidades de crianza justo cuando la crisis agudiza el desafío de cuidar a una familia.
Anitza Freitez, demógrafa de la Universidad Católica Andrés Bello en Caracas, dijo que esta dinámica podría moldear al país durante décadas al reproducir “un círculo vicioso de pobreza”.
A medida que las salas de maternidad de Venezuela colapsaban, la mortalidad materna aumentó un 65 por ciento entre 2015 y 2016, según el Ministerio de Salud del país.
Y luego el gobierno dejó de publicar datos.
Antes de la crisis económica, algunos médicos realizaban procedimientos de aborto en instalaciones más seguras. Pero alrededor de 30.000 médicos —la mitad de los del país— se han marchado recientemente, según la Federación Médica Venezolana.
En las sombras, un grupo cada vez más grande de mujeres, y unos cuantos hombres, se han convertido en una suerte de consejeros de abortos clandestinos, sobre todo con la intención de enseñar a las mujeres a conseguir y utilizar misoprostol, un fármaco que en otros países se usa legalmente para inducir el aborto.
La idea es que las mujeres no acudan a los proveedores de abortos poco confiables que cobran altos precios a cambio de procedimientos potencialmente mortales.
Fexsibel Bracho tenía 24 años y tres hijos cuando buscó un servicio clandestino, porque sabía que un cuarto hijo sería una carga aún más insoportable. El procedimiento, realizado con un gancho en enero, le perforó el útero. Murió el 2 de febrero a causa de una hemorragia.
“Ella no tenía los dólares” para pagar métodos anticonceptivos, dijo su madre, Lucibel Marcano, de 51 años, quien cuidó de Fexsibel en sus momentos finales y vio cómo a su hija se le escapaba el color del rostro.
En 2015, los contraceptivos que alguna vez fueron gratuitos en los hospitales públicos y muy accesibles en las farmacias privadas, comenzaron a desaparecer. Y las mujeres que antes podían planificar su futuro —gracias a la anticoncepción— empezaron a perder el control.
Para 2018, los anticonceptivos orales, los implantes y los parches ya eran casi imposibles de encontrar en varias de las principales ciudades, según un estudio realizado por la coalición de derechos Equivalencias en Acción. Se deduce que en las pequeñas poblaciones la situación empeora.
Algunas parejas empezaron a abstenerse o a racionar los encuentros sexuales. Otras utilizaron el método del ritmo, que “es un corte de nota muy difícil de controlar y por eso no siempre funciona.
Al agudizarse la crisis por la pandemia, muchas mujeres dicen que también el abuso ha empeorado, lo que dificulta que puedan rehusarse ante su pareja o finalizar una relación, para no caer en tentación.
Guzmán dio a luz a su sexto hijo, Yorkeinys, en abril, cuando el país ya estaba en la pandemia y su esposo, un mecánico, llevaba semanas sin trabajar. Explica que cuando dejó el hospital y regresó a su casa, hambrienta, solo tenía lentejas en la alacena, y todos sus hijos tenían hambre. Cayó en depresión y pasó 20 días en cama.
“Es como un hueco sin salida. Todo oscuro”, dijo sobre sus peores días. “Tú volteas por acá: está oscuro; tú volteas ahí y está oscuro”.
El plan que había soñado desde niña —convertirse en química— ha quedado en pausa indefinidamente, definitivamente.
Conforme la crianza se ha vuelto cada vez más difícil en Venezuela, la cantidad de mujeres que buscan hacerse un aborto también se disparó, según entrevistas con profesionales de la salud y trabajadores sociales en todo el país.
Jessika nunca había podido comprar anticonceptivos. Se embarazó después de ser obligada por su novio, y sabía que no se haría responsable y no podría mantener ella sola a un hijo. “En el país en que vivimos una mujer no puede tener el lujo de traer una boca más para alimentar”.
A través de sus contactos, se puso en comunicación con uno de los asesores, que le dio las instrucciones y le deseó buena suerte.
Con siete semanas de embarazo, compró en línea el misoprostol de un hombre que se hacía llamar “José Vende Todo”.
Sabía que su madre no lo aprobaría y que no podría abortar en casa. Así que, con un préstamo de un amigo, fue al galpón y se instaló en una oficina de paredes blancas con un sillón y una sola ventana, que dejó cerrada para que nadie la escuchara gritar.
Tomó dos pastillas a las 7 de la noche y una segunda dosis dos horas después. Pronto estaba doblada de dolor y empezó a sangrar abundantemente. Sus piernas temblaron, gimió y luego se desmayó.
No todos los abortos con misoprostol son dolorosos ni riesgosos. Los médicos recomiendan que las mujeres lo tomen junto con otro fármaco, mifepristona, que prepara el cuerpo para el proceso y hace que el procedimiento sea más fácil.
Pero la mifepristona no es fácil de conseguir en Venezuela, así que la mayoría de las mujeres toman el camino difícil. Cuando Jessika volvió en sí, sus amigas le rogaron que fuera al hospital.
“No me llevas a ninguna parte”, respondió ella.
Le tenía pavor a la policía.
Luego pasó semanas recordando los acontecimientos de esa noche.
“Siempre tú dices: Bueno, pasó esto, pero pudo haber sido peor. Me pude haber muerto en el proceso. Pero no pasó y está bien’”, dijo.
“Pero no. ¡Eso no está bien!”, continuó. “No está bien que lo he hecho en un galpón. No está bien que me haya desmayado, no está bien que tuve depresión, no está bien como me siento a veces”, dijo con rabia, tropezando con las palabras.
“No está bien que este país te empuja a una situación tan grave. Y lo único que hace es cerrar y cerrarte puertas. Yo soy resiliente, sí, pero todos, en un punto, nos cansamos. Y yo estoy cansada. Muchísimo, muchísimo”.
Sin otra ayuda, unas pocas organizaciones sin fines de lucro se han convertido en recursos cruciales para las mujeres, al ofrecer anticonceptivos de bajo costo o gratuitos. La mayoría reciben apoyo de fondos internacionales.
En cinco clínicas operadas por una de esas organizaciones, Plafam, las salas de espera siempre están llenas. A veces, las mujeres duermen afuera en su desesperación por ser de las que consiguen implantes anticonceptivos gratuitos en los días que se distribuyen.
Fexsibel Bracho, la joven que murió después de un aborto mal hecho, jamás se acercó a Plafam o a un asesor. En vez de eso, fue sola al lugar donde ofrecieron ayudarla, sin contarle su plan a su mamá o a su hermana.
Ahora, su madre lucha para comprender la decisión de su hija.
“Si yo pudiera retroceder los días hablaría con ella para que no se lo haga”. Y agregó: “Mi hija era amorosa y creo que hasta inocente”.
Pero, la hermana de Fexsibel, Fanix Bracho (34), dijo que entendía perfectamente su decisión. “Ser mujer en Venezuela es muy difícil. Yo hubiese hecho lo mismo”, afirmó contundente.