Que Romain Grosjean haya salido sano y salvo, aunque con quemaduras leves en las manos, de su terrorífico accidente en el Gran Premio de Bahréin el domingo es una prueba del éxito de los esfuerzos dedicados a la seguridad en la Fórmula 1.
La bola de fuego que envolvió al carro accidentado del francés recordó cuando los F1 se incendiaban habitualmente, como el de Niki Lauda en Nurburgring, Alemania, en 1976.
Es cierto que tampoco el fuego se ha convertido en un desconocido, como recordó el motor en llamas del carro de Sergio Pérez al final de la carrera, pero no amenazaba la vida de un piloto desde los años 90.
Sin duda fue una muestra de los progresos realizados en materia de seguridad en el automovilismo desde las muertes de Ayrton Senna y Roland Ratzenberger en Imola, Italia, en 1994, que marcaron un antes y un después.
Desde entonces los circuitos han mejorado mucho, ampliando las zonas de salida y perfeccionando las barreras de seguridad, pero también los carros.
En el accidente de Grosjean, parece que todo jugó su papel. La célula de supervivencia, habitáculo en titanio de los monoplazas, protegió las piernas y el torso del piloto de 34 años.
El sistema HANS, una armadura en kevlar que fija su casco, mantuvo la cabeza y el cuello, y el halo, arco de titanio que rodea el cockpit, preservó su cabeza cuando el carro se incrustó a 220 kilómetros por hora contra una barrera de seguridad.
Además de trajes ignífugos de última generación, los cascos han sido reforzados y los pilotos están equipados de guantes biométricos que envían datos vitales al carro médico, el primero que llega a los accidentes.
El domingo, el doctor intervino en nueve segundos, junto a los comisarios de pista encargados de la seguridad. Su actuación permitió a Grosjean salir del incendio en 28 segundos, antes de que su traje le dejara de proteger.