Lo que Leica no quiso fotografiar: one camera, one life
Los secretos no son oscuros. O no del todo. «Secreto» viene del latín secernere: poner algo aparte, donde no se pueda distinguir ni analizar. Por muy radiante —y salvador— que pueda resultar para su poseedor. Hay que cubrirlo de sombras.
Cuando después de la Segunda Guerra Mundial Ernst Leitz II fue llevado a un juicio de «desnazificación» lo contó casi todo. Que era el dueño de la empresa de instrumentos ópticos, fundada por su padre en la ciudad alemana de Wetzlar. Que bajo su tutela el ingeniero Oskar Barnack diseñó la cámara Leica en 1914, buque insignia de la compañía, lanzada en 1925. Pero el tribunal no buscaba escuchar el relato de éxito de la cámara, ni cómo revolucionó la historia de la fotografía. Sabían por qué la mayor parte de los retratos de Hitler se habían realizado con una de ellas. Buscaban constatación y Leitz se la dio: colaboró con los nazis. Fue contratista para el ejército alemán durante todo el conflicto y permitió que su fábrica fuera intervenida. Como protestante era inmune a las leyes de Nuremberg, pero al igual que otras muchas corporaciones, accedió a proveer de cámaras y demás materiales a las SS por temor a las represalias.
Pero jamás fue un nazi, pretextó. En el juicio, Leitz aportó documentos en los que insultaba la causa, a sus responsables, tratando de acreditar que sus ideales eran robustamente socialdemócratas (fue concejal de la ciudad antes de que estallara la guerra) y que su colaboracionismo fue una cuestión de supervivencia. Impugnó las incriminaciones de antisemitismo demostrando que gran parte de su plantilla era judía, a los que aplicaba unas condiciones laborales sorprendentemente avanzadas en la época (jornadas de ocho horas, seguro médico y jubilación). Que su complicidad con la causa era impostada era algo que ya había generado recelos y sospechas en los cuarteles de la Gestapo. Cuando estas se volvieron más sólidas, detuvieron al gerente de una de las factorías, Alfred Turk, y a la hija de Leitz para interrogarles. El empresario se zafó del asunto con sustanciosos sobornos y un forzoso ingreso en la partido nazi en 1941.
Tampoco dejó que otros lo contaran por él. Decretó un sepulcral silencio entre su familia, prohibiendo que su hija, Elsie Kuehn-Leitz, o su hijo Günther revelaran lo que había ocurrido en la compañía de Leica durante ese sombrío período. Particularmente entre 1935 y 1939. Por luminoso que fuera, debía ser olvidado.
La leyenda
Paralelamente, Leica fue forjando su leyenda. Y su revolución. El prototipo creado originalmente por Barnack para ayudarse a sí mismo a fotografiar —sufría una afección pulmonar y le costaba horrores transportar los pesados equipos de la época— fue la clave de su triunfo inmediato. Un instrumento de apenas cuatrocientos gramos y reducido tamaño, que con una película de 35mm congelaba la realidad con una calidad imbatible. A corto plazo, Barnack logró su deseo inmediato: fotografiar las inundaciones producidas en la ciudad con excelente calidad. A largo, diseñó un instrumento que aún reina tras un siglo de historia.
El dispositivo se acopló a la perfección con las necesidades de una época convulsa, en el que las resaca de un conflicto y la inminencia del siguiente estallido fomentaba el ímpetu de retratar la realidad. Su asequibilidad la convirtió no solo en el objeto de deseo de fotoperiodistas y reporteros de guerra, sino también de los meros aficionados. El motto «Negativos pequeños, imágenes grandes» escogido por el creador ayudó a su popularización, pero nada comparable a la huella que imprimían el renombre y prestigio de sus usuarios para hacer de ella una pieza de culto: Cartier-Bresson, Gundlach, Herzog o Capa quedaron asociados para siempre a la compañía. Sin llegar al medio kilo de peso, Leica se convirtió como un artefacto de disparar iconos hacia el futuro: Muerte de un miliciano, de Capa, El retrato del Che Guevara de Alberto Korda, o La niña del Napalm de Nick Ut, fueron captadas con ella.
Evidentemente, el recién resurgido Reich se valió del reconocimiento internacional de la marca para granjearse buena parte del crédito. Y de sus divisas. El éxito de ventas de la Leica en Estados Unidos le garantizaba las reservas de moneda del extranjero que el gobierno nazi necesitaba desesperadamente. De puertas hacia fuera, mantuvo la imagen de una compañía solvente que contribuyó a democratizar la fotografía, a pesar —o precisamente— por sus más o menos cordiales relaciones con el régimen alemán. De túneles para adentro, en Wetzlar las Leicas no servían solo para retratar la vida. También para salvarla.
One camera, one life
Suele decirse que el secreto de Leica no salió a la luz hasta que el último miembro de la familia Leitz murió, pero no es solo una licencia poética. En realidad siempre hay alguien husmeando entre las sombras de lo que se calla.
No hay registros de cómo llegó hasta los oídos de George Gilbert aquella crónica oculta. El veterano escritor de temas fotográficos publicó en 1987 un pequeño artículo de media página en una publicación especializada. En él contaba cómo Ernst Leitz II había evacuado a cientos de judíos desde Alemania hasta Estados Unidos, Inglaterra y en menor medida Hong Kong y Brasil, para salvarles del Holocausto. Brevemente, detallaba parte del operativo de rescate que el empresario había logrado encubrir del radar nazi, y cuya existencia silenció también en el juicio de exoneración. El Reader’s Digest intentó publicar la crónica antes que Gilbert la conociera, pero la compañía se negó en redondo. Leitz II llevaba muerto dos décadas cuando el misterio se descubrió.
El artículo de Gilbert tuvo un impacto discreto. Pero suficiente. Uno de los ejemplares llegó a manos del rabino Frank Dabba Smith, por entonces residente en Londres. Entusiasta de Leica, se calzó su traje de detective aficionado y continuó indagando aquella historia mínima. Durante un período, el rastreo se volvió especialmente arduo. Leica, junto con otras compañías como Siemens o Daimler-Benz fueron llevados a juicio en 1998 para indemnizar a los trabajadores esclavos que se utilizaron durante la guerra. Tras la reparación económica, se «desclasificó» el motivo de la detención de Elsie Kuehn-Leitz por la Gestapo: la cazaron en Suiza ayudando a escapar a un buen número de esas trabajadoras.
Finalmente, las pesquisas dieron sus frutos cuando tras un cerro de documentos y de pruebas más o menos fiables, Dabba Smith halló en Estados Unidos a un superviviente, un judío aprendiz de la fábrica de Wetzlar: Kurt Rosenberg. Él le contó cómo Leitz le sacó de Alemania en 1938, pagándole el viaje a Estados Unidos y proporcionándole una coartada: viajaba, oficialmente, como operario para trabajar en la tienda de la Quinta Avenida de Nueva York de la firma. Cruzó el océano con dinero para tres meses y una cámara: era una garantía de efectivo para empezar una vida.
Los testimonios supervivientes y parientes de aquello se multiplicaron. El rabino mantuvo una intensa correspondencia con ellos, y fue almacenando pruebas de cómo la fábrica de la ciudad alemana se había convertido en un refugio secreto. En ocasiones, se valía del vasto sistema de túneles excavado bajo el suelo para la sustracción de hierro, por donde judíos de su plantilla salían sin ser vistos rumbo a cualquier otro lugar. Esa es la peripecia de Henry Enfield. En otras, conseguía visados legales bajo el pretexto de aumentar la boyante delegación norteamericana de Leica. Muchos de los supervivientes cambiaron de identidad en sus nuevos países, y medraron trabajando en la industria fotográfica. Las operaciones de escape se producían por un goteo semanal, y los refugiados llegaban a su destino sin sus estrellas amarillas, sustituidas por otro símbolo colgando del cuello: una reluciente Leica. One camera, one life. Los transportes de Leitz terminaron en 1939 cuando tras la invasión polaca de Hitler las fronteras de Alemania fueron cerradas.
En 2002 Dabba Smith reunió la fascinante cronología en el libro The Greatest Invention of the Leitz Family: The Leica Freedom Train. En él respondía al cómo, al quién, pero no al por qué. ¿Cuál fue el motivo de que Leitz ocultara una historia de valentía y honradez incluso ante el tribunal de posguerra? ¿Por qué rechazar semejante material publicitario? Oskar Schindler también encubrió sus actividades afiliándose al partido nazi, y eso no ensombreció su epopeya. ¿A qué temía Leitz? «Era como los viejos padres judíos, fiel a la filosofía de “hacer mucho, hablar poco”», aventuró el rabino. Pero no es más que una suposición.
Lo mismo que las formuladas por sus nietos e hijos, que recibieron galardones y reconocimientos por la labor de su abuelo. Cornelia Kuhn-Leitz apela a la humildad, y a un cierto miedo que las represalias castigaran a los supervivientes. Su hijo Günther a una alergia a la jactancia de su padre. «Hizo lo que hizo porque se sentía responsable de sus trabajadores, sus familias, de nuestros vecinos en Wetzlar», aducía. Ese es, un siglo después, el auténtico secreto de una firma basada en congelar y retratar la historia: ¿por qué Leitz renunció a su retrato de héroe?.
A cambio, queda su legado y su paradigma. Buena parte de ellos se recogen en la exposición Con los ojos bien abiertos. Cien años de fotografía Leica —que se puede visitar desde el 11 de mayo en la tercera planta de Espacio Fundación Telefónica en Madrid—. A través de la obra de autores como Cartier Bresson, Paul Wolff, Bruce Davidson, Capa o Robert Frank, y de documentos que dan cuenta del proceso de desarrollo y construcción de Barnack, esta exposición pretende ser un homenaje a una tecnología que cambió el modo en que vemos el mundo. Y que a algunos les salvó la vida.
Tomado de: Jot Down para Fundación Telefónica