Luis Fuenmayor Toro
Los habitantes de la Tierra del siglo XXI han sido testigos trágicos de la aparición y desarrollo de una pandemia, que ha afectado a prácticamente todos los continentes poblados, en un lapso muy breve desde su descubrimiento a finales de 2019. En muy poco más de un año, todo el planeta se vio envuelto por la pandemia y la inmensa mayoría de los gobiernos debieron tomar medidas estrictas de confinamiento de la población y otras restricciones, para evitar una catástrofe sanitario asistencial humanitaria al generarse el colapso de los sistemas de salud. El objetivo, sin embargo, no parece haberse obtenido sino en uno o dos países a lo sumo.
Al mismo tiempo, se ha impulsado un trabajo de investigación científica mundial con el propósito de encontrar unas vacunas capaces de controlar el coronavirus y lograr inmunizar a aquella proporción de la población que, al hacerse inmune, interrumpiría el contagio del peligroso virus infectante: el SARS-Cov-2. Adicionalmente, otras alternativas han sido puestas en práctica, destacando las opciones terapéuticas dirigidas directamente contra el virus, que lo harían incapaz de infectar las células al impedirse su acoplamiento con el receptor necesario para su ingreso o que evitan su replicación en el interior de éstas. No existe sin embargo en este momento ningún medicamento que sea considerado de consenso como el tratamiento específico de esta virosis.
A la ya grave situación existente, se une la aparición de variantes virales más contagiosas y en algunos casos más severas: Inglaterra, Sudáfrica y Brasil. La aparición de estas u otras variantes alerta sobre el peligro de emergencia de nuevas cepas virales, que pudieran ser más virulentas e incluso resistentes a las vacunas hasta ahora elaboradas. Esta última posibilidad es la que hace indispensable proceder cuanto antes a la vacunación del 70 por ciento de la población susceptible, de manera de cortar el contagio y la aparición de nuevas variantes o cepas más peligrosas y difíciles de erradicar.
El otro problema visto con el covid-19 es la aparición de secuelas luego de terminada la infección y haberse producido la recuperación de los pacientes. El “síndrome postcovid” aparentemente es muy florido, en el sentido de afectar a una gran cantidad de órganos y aparatos y además es en muchas ocasiones muy grave. Se han descrito entidades como miocarditis, pericarditis, arritmias cardíacas, derrame pericárdico, trombosis venosas, sensación de miedo, ataques de pánico, compromiso de la función respiratoria incluso por meses, fatiga extrema, mareos, y estos signos y síntomas se ven incluso en pacientes que sufrieron una virosis muy suave y de muy corta duración. Otros efectos son la ansiedad, el insomnio, la irritabilidad, el cansancio extremo y síntomas gastrointestinales. De manera, que los cuidados hay que extenderlos por varias semanas luego de finalizada la virosis. No hay que confiarse en absoluto. Hoy, más que nunca, se puede decir que el covid-19 no es una “gripecita” ni un “catarrito”.
El gobierno, por su parte, debe prestarle la máxima atención posible a esta virosis, no sólo en el tratamiento de los afectados, sino en la necesidad urgente de proceder a vacunar masivamente a la población venezolana. Cualquiera otra cosa puede esperar y debe esperar. La salud y la vida de los venezolanos está en grave peligro y no estoy siendo alarmista ni utilizando la crítica situación existente con motivaciones distintas de una legítima preocupación por mis compatriotas. Deben ser creadas de inmediato las unidades médicas especializadas en la atención de las consecuencias patológicas del covid-19, pues una gran cantidad de personas ya las están experimentando y muchas otras las experimentarán.