Por Horacio Biord Castillo
Abril de 2021. Días de pandemia, angustia, dolores y frustración, profunda frustración en todo el mundo y, en particular, en Venezuela. Días también de incertidumbre y opacidad sobre la situación real del país, días difíciles para dimensionar la Venezuela palpitante más allá de la pandemia y a pesar de ella.
El país en su completitud hace un alto y lava su angustia, dolores y frustración, guarda las incertidumbres y temores y hace caso del mensaje de Cristo: “no tengan miedo” (Mt. 14, 27). Junto al Ávila, llamado por los indios Guaraira Repano o Sierra Grande, se alza la capilla del colegio La Salle de La Colina, un balcón desde el que se mira por igual el valle de Caracas, valga decir el valle de los toromaimas, las montañas de los teques, las abras y serranías de los guarenas y mariches, el monumental cerro que separa las playas de los tarmas de la elevación donde luego nacería la ciudad de Santiago de León, que lleva el apelativo de la llamada provincia de nombre indígena que terminó imponiéndose como topónimo en una metáfora de la historia.
En Caracas, como en Venezuela y América Latina, el nombre indio, la sangre india, las raíces indias se conjugan con el legado hispánico y africano, diversidad de la que debemos sentirnos orgullosos. Precisamente, desde el corazón del Ávila, a mitad del gran cerro, quizá otrora santuario y referente de muchas historias que de mil maneras continúan en nosotros, desde ese balcón incomparable sobre la ciudad y el país, desde las raíces del ser y la historia de Venezuela, el doctor José Gregorio Hernández será proclamado beato.
La Caracas febril de 2021, angustiada por la pandemia, las carencias diarias, la muerte debido a la enfermedad y las muertes tantas veces silenciadas a causa de la violencia y el hampa o incluso por el hambre y la tristeza, sin olvidar la muerte simbólica, el desprecio y la invisibilidad, hace una pausa en medio de tantas penurias. Si bien Caracas es solo una ciudad, por hoy, 30 de abril de 2021, dejemos que la capital represente las condiciones y los sueños de Venezuela toda.
Así, pues, Caracas, en nombre del país, se viste de esperanza y el país, como el corazón de todos sus habitantes, se viste de complacencia. La Venezuela de antaño, esa que se reconstituye evocando la memoria de tantos venezolanos que, excepto en la forma de “comunión de los santos”, ya no nos acompañan físicamente, también se complace en lo más profundo. De allí, la importancia de evocar las raíces, la historia, la tradición, la continuidad remozada.
José Gregorio Hernández es, sin duda, uno de los venezolanos más relevantes de la historia, uno de nuestros héroes más insignes, significativos y actuales, ajeno a la violencia militar, las divisiones partidistas y exclusiones ideológicas. Se trata de un héroe que para gloria del país, y santificación suya, no empuñó más armas que un estetoscopio y un bisturí, una ampolleta o un termómetro, un rosario o una pluma fuente. Es un ciudadano que se hizo grande no por odiar o someter a los otros, ni por insultar a quienes no pensaban o actuaban como él, sino por ofrecer su vida, sus conocimientos y sus habilidades en favor de los más necesitados, ya fuera por razones de salud corporal o, en adición, por carencia de bienes materiales. Visto así sería un héroe de las periferias, para decirlo en palabras actuales. Se trata de un héroe vestido con corbata, paltó, sombrero y bata de médico; un héroe de libros y microscopio, incluso de eventos sociales de absoluta moderación; un héroe de oración y fe, sin más batallas que la sublime de evitar el padecimiento y la muerte, amado por víctimas de enfermedades y accidentes.
Los restos de José Gregorio Hernández nunca descansarán en el Panteón Nacional, pero sí, como ocurre desde hace más de un siglo, en el cariño imperecedero de los venezolanos y de todos sus devotos, en los altares de la patria entera y acaso de gran parte del mundo. No otra cosa se puede esperar de un héroe sin charreteras ni botas; un héroe con el único uniforme del médico abnegado, del profesor puntual, del académico incansable, del hombre de oración, del místico dedicado a la contemplación y la alabanza.
Nativo de los Andes, de Isnotú, en el estado Trujillo, tierra en gran parte de cafetales, de páramos, montañas y llanuras, también bañadas por aguas lacustres, el Dr. José Gregorio Hernández llegó a Caracas a estudiar medicina y continuó sus estudios de perfeccionamiento en Francia. Retornó a la Universidad Central de Venezuela, su alma máter, para generar conocimientos y transmitirlos. Constituye, por tanto, un signo civil y civilista de alguien que estudia por la convicción de aprender y que lleva un título, no para el reconocimiento social por más justificado que pueda ser tenerlo, sino porque lo sustenta una profunda formación acompañada de una vocación de servicio.
Como médico, investigador, profesor universitario y académico, José Gregorio Hernández es signo de una Venezuela posible. El país requiere de un sistema educativo capaz de proporcionar una formación sistemática y cuidadosa, orientada a preparar profesionales altamente capacitados, dispuestos a aplicar lo que han aprendido y a transmitir sus saberes, sea mediante la educación formal u otros mecanismos, como la transferencia, la extensión o el edificante, por impecable y útil, ejercicio de la profesión. Esas capacidades deben estar acompañadas de una conciencia de responsabilidad social, como la de José Gregorio, quien no tuvo a menos volcarse a la atención de pobres y afligidos, de enfermos y necesitados, de excluidos y marginados, de despreciados. Asimismo el país requiere de un óptimo sistema sanitario, que privilegie la atención de la salud y no la propaganda, que aúpe la solidaridad y no la burocracia.
La vida insigne de José Gregorio Hernández también abarca, con absoluta profundidad, la dimensión espiritual, sin excluir otras muchas que lo hacen más humano, sobre todo a los ojos de quienes no siempre comprenden la espiritualidad y la santidad como una misión de todos y para todos, sin exclusiones ni prepotencias. José Gregorio Hernández es un beato, un futuro santo, laico, sin hábito, aunque lo ansió y quiso llevar como compromiso con los ideales del pobre de Asís. Es un símbolo, radicalmente arraigado en la conciencia venezolana, de fe, confianza en Dios, pureza, perfeccionamiento moral y profesional, solidaridad, destreza y erudición al servicio de los más necesitados y, asimismo, de unión entre los venezolanos. En efecto, el nombre de José Gregorio Hernández es capaz de convocar a muchos, muchos, muchos venezolanos: oficialistas y opositores, magallaneros y caraquistas, pobres y ricos, creyentes y no creyentes, católicos y santeros, espiritistas y ateos, civiles y militares, estudiantes y profesionales, hombres y mujeres, inmigrantes de muchos países, emigrantes venezolanos que lo llevan en su corazón y lo siembran en otras tierras. El Dr. José Gregorio Hernández es el único venezolano que habita no solo en el cuarto o en las casas de todos los venezolanos sino en las fibras más sensibles de nuestros corazones. Es ese médico de los pobres a quien toda la república venera desde hace más de un siglo como un hombre de Dios, virtuoso y lleno de infinita bondad.
Por constituir un signo tan determinante y un símbolo tan poderoso, José Gregorio Hernández es también un puente, un gran puente, entre los sectores enfrentados de esta Venezuela polarizada, sumida como el resto del mundo en pandemia, preocupada por la insuficiencia de los servicios médicos y a la espera de adecuadas respuestas de las autoridades sanitarias. Puede ser un puente entre quienes detentan el poder político y quienes se oponen a sus modos de ejercerlo. No es hora, sin embargo, de enjuiciar ni a unos ni a otros, no es hora de medir sus culpas y responsabilidades, sus aciertos o errores, sino de colocar todo ese accionar político en la balanza divina cuyo fiel sabio e infalible sabrá decidir. Es hora, sí, urgente e irrenunciable hora de pedir, por la intercesión de José Gregorio Hernández, el entendimiento entre las partes antagónicas en que ha devenido este sufrido país, que iluso consideró Colón “Tierra de Gracia”.
Sea José Gregorio Hernández ese puente más formidable y resistente que el del lago de Maracaibo, que los viaductos de la autopista de La Guaira, que los firmes puentes que unen el norte y el sur del Orinoco, que el frustrado aunque útil puente entre Cumaná y Margarita, que los puentes antiguos como el del Guanábano sobre la quebrada de Catuche o el del río Cabriales, que los puentes y tarabitas de su Trujillo natal. Que sea José Gregorio Hernández el puente infalible entre unas Venezuelas desencontradas que, como tren a punto de descarrilarse o ya fuera de la línea férrea, preludian una tragedia que los creyentes debemos implorar al Altísimo para que se evite.
En estos tiempos en los que se requieren limoneros milagrosos, que José Gregorio Hernández interceda para que la peste del coronavirus cese, en su patria y en el mundo, que a fin de cuentas es también patria de todos los hombres justos como él. Por algo, la Iglesia católica desde hoy lo invoca como beato y Venezuela entera lo tiene como su gran santo.
Abril 30 de 2021. Nunca el sol ha brillado de manera más promisoria para Venezuela, ni en Carabobo, ni en “Punto Fijo”, ni sobre el samán de Güere, ni en los hatos de ganado, ni en las haciendas de añil, cacao y café, ni en los pozos y campos petroleros, ni sobre el Guri, ni en los puertos y aeropuertos. Hoy el sol resplandece, más allá de las condiciones del tiempo, en la figura de José Gregorio Hernández, grato a los ojos de Dios y condescendiente con todos los venezolanos de una posición u otra, de cualquier idea o la contraria, de una orilla a otra del país y el mundo.
Audibles di, oh bienaventurado José Gregorio, los nombres de Venezuela y de todos los venezolanos, de los pobres y marginados del mundo, muy cerca, dilos por favor, de los oídos del Padre todopoderoso.