El 1° de noviembre de cada año se celebra el Día de Todos los Santos, fiesta eclesiástica atribuida al Papa Urbano IV, quien la instituyó para que los fieles compensaran cualquier falta a los santos durante el resto del año y todos aquellos que no tienen fiesta propia dentro del calendario litúrgico.
Es importante resaltar que antes que se oficializara la celebración, solo los mártires y San Juan Bautista eran honrados por un día especial. Otros santos se fueron asignando gradualmente, y se incrementaron cuando el proceso regular de canonización fue establecido.
La celebración coincide con la fiesta pagana de Samhain (Fin del Verano) el 31 de octubre, también conocida como Halloween, proveniente de “All Hallow’s Eve” o “Víspera de Todos los Santos”, que marcaba el final del año celta.
En esta fecha se celebraba antiguamente la apertura comunicacional dimensional entre el mundo tangible y el mundo de las tinieblas, y según las viejas leyendas era el momento para ponerse en contacto con antecesores y amores fallecidos.
Se celebra en todo el territorio nacional y los devotos acuden a las iglesias a honrar a sus santos.
El presbítero Alfredo Bustamante, padre de la Iglesia de Mamo, explica que la fiesta de todos los santos invita a celebrar, en principio, dos hechos. El primero es que, verdaderamente, la fuerza del Espíritu de Jesús actúa en todas partes, es una semilla capaz de arraigar en todas partes, que no necesita especiales condiciones de raza, o de cultura, o de clase social. Por eso esta fiesta es una fiesta gozosa, fundamentalmente gozosa: el Espíritu de Jesús ha dado, da, y dará fruto, y lo dará en todas partes.
El segundo es que todos esos hombres y mujeres de todo tiempo y lugar tienen algo en común, algo que les une. Todos ellos «han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero». Todos ellos han sido pobres, hambrientos y sedientos de justicia, limpios de corazón, trabajadores de la paz. Y eso les une. Porque hoy no celebramos una fiesta superficial, hoy no celebramos que «en el fondo, todo el mundo es bueno y todo terminará bien», sino que celebramos la victoria dolorosamente alcanzada por tantos hombres y mujeres en el seguimiento del Evangelio (conociéndolo explícitamente o sin conocerlo). Porque hay algo que une al santo desconocido de las selvas amazónicas con el mártir de las persecuciones de Nerón y con cualquier otro santo de cualquier otro lugar: los une la búsqueda y la lucha por una vida más fiel, más entregada, más dedicada al servicio de los hermanos y del mundo nuevo que quiere Dios.
Indica que San Agustín, en la homilía que la Liturgia de las Horas ofrece para el día de San Lorenzo, lo explica así: «Los santos mártires han imitado a Cristo hasta el derramamiento de su sangre, hasta la semejanza de su pasión. Lo han imitado los mártires, pero no sólo ellos. El puente no se ha derrumbado después de haber pasado ellos; la fuente no se ha secado después de haber bebido ellos».
Se dirigía a unos cristianos que creían que quizá sólo los mártires, los que en las persecuciones habían derramado la sangre por la fe, compartirían la gloria de Jesús. Y a veces pensamos también nosotros lo mismo: que la santidad es una heroicidad propia sólo de algunos. Y no es así. La santidad, el seguimiento fiel y esforzado de Jesucristo., es también para nosotros: para todos nosotros y para cada uno de nosotros. Es algo exigente, sin duda; es algo para gente entregada, que tome las cosas en serio, no para gente superficial y que se limita a desparramar. Pero somos nosotros, cada uno de nosotros, los llamados a esa santidad, a ese seguimiento. Como decía San Agustín en la homilía antes citada: «Ningún hombre, cualquiera que sea su género de vida, ha de desesperar de su vocación».
«Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio». Y hoy, en la solemnidad de Todos los Santos, se nos invita a celebrar que también nosotros podemos entender y descubrir nuestra manera de seguir a Jesucristo. BR/ar