Un 18 de julio de 1918 nacía un hombre que se convertiría en un icono de la lucha contra el racismo y la libertad en Sudáfrica, Nelson Mandela. Lo habían sometido a un régimen de aislamiento en el que sólo le estaba permitidas una visita y una carta cada seis meses. Nunca tuvo derecho a leer diarios y alguna vez fue castigado por tener en su celda algún recorte noticioso de los que circulaban en la prisión. Así durante veintisiete años.
Luego de pasar 27 años en prisión, Mandela se convirtió en un referente de la lucha por los derechos humanos de los sudafricanos y en el primer presidente negro de esa nación.
En 1993, «Madiba», como era conocido popularmente, y Frederik de Klerk -presidente de la República por el Partido Nacional- compartieron el Premio Nobel de la Paz y el 27 de abril de 1994, Mandela se convirtió en el primer presidente negro de Sudáfrica.
Fue el padre de una nación, en una era en la que las naciones ya no tenían padres fundadores. Sudáfrica le debe su identidad, tal vez su existencia como nación libre. Nelson Mandela, que hoy cumpliría ciento seis años, sacó a su nación de la vergüenza del apartheid por la que durante años, los afrikaaners, la sociedad blanca descendiente de los británicos y holandeses llegados a esa tierra atraídos por el oro y los diamantes, dictaban las leyes, controlaban los poderes del Estado, establecían las normas de la economía, fijaba las zonas de viviendas y aseguraba para esa minoría las ventajas de un sistema disfrazado de democrático, exclusivo para europeos, sostenido por una política racista también disfrazada de hipocresía: “desarrollo separado” decía el lema. Separado, seguro.
Lo de desarrollo… Se trataba de veintiocho millones de personas de raza negra bajo el dominio de tres millones de blancos que recurrieron durante años a la represión, el encarcelamiento, la tortura, las desapariciones y la violencia indiscriminada en las calles y en los barrios destinados a los negros, en especial en el legendario Soweto.
Mandela pagó con su vida. Quisieron matarlo a fuerza de cárcel, aislamiento y trato vejatorio. Vivió tras las rejas durante veintisiete años, entre 1964 y 1990. Lo encarcelaron a sus cuarenta y nueve años, y lo soltaron, porque mantenerlo preso ya era un papelón internacional y un bochorno abominable, a sus setenta y seis años, cuando era de suponer que la vejez y el trato despiadado lo hubieran aplacado, serenado, le hubieran diluido la fe. No lo conocían bien.
Al salir en libertad Mandela se puso Sudáfrica al hombro y encaró el arduo trabajo de independizar a su nación de negros de la ceguera blanca. Pudo ser un héroe, pero no quiso. Pudo elegir el camino de la venganza, pero tampoco quiso. Pudo intentar eternizarse en el poder, pero no le interesó. Era un estadista y no un monigote.
Su historia, habla por él. El día que salió de la cárcel, el 11 de febrero de 1990, el día que dejó de ser el prisionero 46664 y volvió a ser Nelson Mandela, estaba delgado, con su salud deteriorada porque lo habían confinado siempre en celdas húmedas para que la tuberculosis lo matara; tenía los ojos lastimados para siempre por años y años de trabajos forzados en minas de cal, sin que le hubieran permitido usar gafas para aliviar el clavo ardiente del sol reflejado en la blancura de la piedra caliza.
Enfrentó un mundo que no reconocía. Lo habían sometido a un régimen de aislamiento en el que sólo le estaba permitidas una visita y una carta cada seis meses. Nunca tuvo derecho a leer diarios y alguna vez fue castigado por tener en su celda algún recorte noticioso de los que circulaban en la prisión. Así durante veintisiete años. El día de su libertad llevaba en los bolsillos una carta de su hermano, enviada en 1964, que había llegado a sus manos dieciocho años después, en 1982. Dejaba atrás su clasificación como “prisionero Clase D”, que era el último escalón en aquel infierno de Dante que era el sistema carcelario de Sudáfrica.
Mandela se unió al CNA en los años 40, mientras estudiaba derecho en la Universidad de Witwatersand y se casó con Evelyn Mase, del CNA en 1944: tuvieron cuatro hijos Madiba Thembi Thembekile, que murió a los veinticuatro años en un accidente de tránsito, Makgatho, que murió de sida en 2005 a los cincuenta años, Makaziwe, que nació en 1947 y murió a los nueve meses por meningitis y una segundad hija, a la que también llamaron Makaziwe que sobrevivió a Mandela.
En 1948, las elecciones sudafricanas, en las que votaban sólo los blancos, fueron ganadas por elPartido Nacional Reunificado y el Partido Afrikaaner que se unieron para formar el Partido Nacional, abiertamente racista y que promovía, además, la legalización de la segregación racial conocida como apartheid. Mandela, cada vez con mayor influencia en el CNA, organizó boicots y huelgas contra los afrikaaners, un poco al estilo de las protestas que Mahatma Gandhi llevaba adelante en la India contra el dominio británico. Bien porque sus actividades políticas se lo impidieron, o como represalia de las autoridades, en diciembre de 1949 a Mandela le fue negado el título de grado en la Universidad de Witwatersand.
En 1950, ya como presidente del CNA el conflicto con los afrikaaners recrudeció: Mandela lanzó la Campaña del Desafío a las Leyes Injustas, y el gobierno sudafricano endureció las leyes penales: fue arrestado el 22 de junio, después de un discurso ante diez mil personas que dio inicio a las protestas: fue a parar por pocos días a la cárcel. Los seguidores del CNA pasaron de veinte mil a cien mil y el gobierno respondió con arrestos masivos y el establecimiento de la Ley Marcial. El 30 de julio Mandela fue de nuevo arrestado por violar la Ley de Supresión del Comunismo. Fue enjuiciado en Johannesburgo junto a otros veintiún acusados: todos fueron declarados culpables y condenados a nueve meses de trabajos forzados, una pena que quedó en suspenso por dos años.
Ya como abogado, terminó de estudiar por correspondencia, Mandela y Tambo establecieron el primer estudio administrado por profesionales de raza negra de Sudáfrica. El bufete abrió sus puertas en el centro de Johannesburgo y se dedicó a atender a las víctimas de la brutalidad policial. La Ley de Áreas de Grupo, sancionada para hacer efectivo el apartheid, los obligó a mudar las oficinas a un sitio más alejado. En 1957 se divorció de su primera mujer Evelyn Mase con quien se había casado trece años antes, porque ella se había volcado a los Testigos de Jehova, que exigía neutralidad política. En mayo de 1960, Mandela se había casado con Winnie Madikizela en 1958, una protesta en la que los ciudadanos negros quemaron sus pases, o salvoconductos, que tenían la obligación de llevar y mostrar cada vez que se los pidieran, derivó en una brutal represión policial, conocida como “La matanza de Sharpeville”, terminó con el asesinato de sesenta y nueve personas, muchas de ellas baleadas por la espalda. De la protesta participaron miembros del flamante PAC, Congreso Panafricano, que tenía su propio grupo armado.
Mandela creyó que el CNA debía tener también su guerrilla y fundó, inspirado en Fidel Castro y su triunfante M-26 (Movimiento 26 de Julio) en Cuba en 1959, el Umkhonto we Sizwe (MK) – La lanza de la Nación del que el amigo de Mandela, Sisuli, era líder principal. Aunque nacidas por separado, el MK terminó por integrarse al CNA. Tenía una estructura celular, y llevó adelante sabotajes en bases militares, plantas nucleares, líneas telefónicas y caminos, con la intención declarada de provocar la menor cantidad de víctimas y ejercer fuerte presión al gobierno. Las protestas pretendían que fuesen abolidas la Ley del pase, que impedía el desplazamiento de los negros desde las áreas rurales a las ciudades, y la Ley de nativos, que prohibía a los negros comprar o alquilar propiedades de los blancos. Fue el único paso de Mandela por la violencia política.
En julio de 1963 la policía allanó una granja donde encontraron documentación del MK que lo con el movimiento, en esos días, Mandela estaba preso desde 1962 bajo los cargos de traición. Fue juzgado en el conocido Proceso de Rivonia, celebrado en la Corte Suprema de Pretoria, acusado de sabotaje. El fiscal pidió la pena de muerte para él y para el resto de los acusados, que admitieron el sabotaje pero negaron haber planeado lanzar una guerra de guerrillas contra el gobierno. En su alegato, Mandela dijo: “Siempre he atesorado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que las personas puedan vivir juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal para el que he vivido. Es un ideal por el que espero vivir, y si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”.
Fue su último discurso en libertad. El 12 de junio de 1964 fue condenado, junto al resto de los acusados, a prisión perpetua.
udáfrica es un país seco, de sol vivo y lluvias improbables, que fascinó a los conquistadores españoles que pasearon por sus cabos y hasta quedaron varados en el mar por la ausencia de vientos. En un país de ese clima, Mandela y los suyos fueron encerrados en la prisión de la isla Robben, donde permanecerían por dieciocho años.
Mandela, apartado de los presos comunes, fue confinado a una celda húmeda y umbría, de dos metros cuarenta de alto por dos metros diez de ancho, con una estera de hojas de palma como único colchón. Todos los condenados en el Proceso de Rivonia trabajaron como picadores de piedras y padecieron agresiones y golpes de los guardias, todos de raza blanca. Luego fueron transferidos a una mina de cal. Mandela aprovechó su condición de líder para representar al resto de los presos políticos en la isla, para establecer contactos con el PAC y para crear lo que, con cierta pompa, se llamó “Universidad de la Isla de Robben”. Se trataba de debates donde los prisioneros daban a conocer opiniones, anhelos, reproches, y en los que debatía la sexualidad, la administración de recursos y la política, esta última en acalorados intercambios con los presos marxistas.
Madiba, de paso, asistía a la escuela dominical cristiana, donde estudió la lengua afrikáans, con la que esperaba fomentar el respeto mutuo con los guardias y, a ser posible, atraerlos a su causa. En 1967 las condiciones mejoraron un poco en la prisión, a los condenados se les permitió vestir pantalones largos en vez de pantalones cortos, mejoró algo la calidad de la comida y les permitieron algunos deportes. Mandela diría luego que el fútbol los había hecho sentir “llenos de vida y muy alegre, pese a estar dónde estábamos”.
En 1998, de nuevo tras las rejas de esa misma prisión, como presidente y durante una visita de estado de su par de Estados Unidos, Bill Clinton, Mandela contó parte de aquellos días de espanto y los resumió con una frase clara, breve y concisa: “Fueron años solitarios y perdidos”. Fueron más que eso. Fueron años de desasosiego y desesperanza. La población negra decidió responder a la política de reducción a la esclavitud y a la ignorancia del apartheid y encaró una violenta lucha contra el poder blanco que respondió con masacres colectivas, detenciones, torturas y desapariciones.
Una campaña mundial en favor de su libertad y la agonía del apartheid, boicoteado en todo el mundo y exangües ya los yacimientos sudafricanos llevó poco a poco a las autoridades sudafricanas a contemplar la liberación del preso político más célebre de Sudáfrica, que empezó a ser visto como el hombre que acaso podía llevar al país por un camino pacífico, que permitiera dejar de lado una dictadura criminal implantada por décadas y una cultura social racista y asesina. Tarde, como suele suceder, el mundo había descubierto que el apartheid era inhumano. Mandela ya era una figura carismática del CNA junto a Tambo, Sisuli y a Albert Luthuli, que seguían los postulados pacíficos del obispo Desmond Tutu, que había sido Nobel de la Paz en 1984.
El camino de la paz no iba a ser sencillo para el preso 46664, ni le iba a ser aligerado por propios y extraños, como suele suceder cuando en el pasado hay muertos y heridas abiertas. Dos frases de Mandela, audaces, desafiantes, le costaron el reproche de los suyos: “El enemigo no son los blancos, es el apartheid” fue la primera. La otra: “Es el miedo a las ideas del adversario lo que paraliza, no su poder”. Por un lado tendía la mano a la minoría blanca, mientras impulsaba un debate de ideas para que Sudáfrica no cayera en cualquiera de los dos terribles escenarios que muchos preveían: el desastre de una guerra racial declarada, o la perpetuación del poder blanco.
Pero lo cierto era que, a la hora en la que Mandela fue puesto en libertad, la paz colgaba de un hilito en Sudáfrica. La primera foto pública y oficial de Mandela sin rejas fue difundida por el hombre que firmó su libertad, el presidente Frederik De Klerk, que había sido un afrikaaner furioso y, tal vez, había entendido que el amor al odio sirve de nada, mientras Mandela aprendía tras las rejas a odiar el odio. Los dos ganarían el Nobel de la Paz en 1993. Mientras se hacía esa y otras fotos, un estremecimiento jubiloso latía en el corazón negro de Sudáfrica; el júbilo exigía venganza, mientras, del otro lado la minoría blanca exigía la cabeza de De Klerk, la política: y si era necesario, la otra también.
Mandela hizo algo más en favor de la sensatez: fue a entrevistarse con Betsie Verwoerd, viuda Hendrik Verwoerd, arquitecto del apartheid, que había muerto en 1966. Era sólo un gesto, pero a menudo esos gestos dicen mucho. Y cuando los rumores anunciaban un marcha negra sobre Pretoria, Mandela se reunió con Pik Botha, canciller de los últimos años de los gobiernos del apartheid, él mismo un afrikaaner vehemente y, de alguna manera, también responsable de los años de confinamiento de Mandela. Botha diría luego, sorprendido: “No dijo una sola palabra sobre su encierro”.
El 10 de mayo de 1994, Mandela se convirtió en el primer presidente negro de Sudáfrica elegido en comicios libres. Había fundado una nación, la había parido con nueva bandera, con nuevo himno y con los viejos enemigos, el NAC y el Partido nacional de los afrikaaners dispuestos, como fuere, a encausar al recién nacido: juntos nombraron a veintiséis de los veintinueve ministros del gobierno flamante. El primer vicepresidente de Mandela era Thabo Mbeki, del NAC; el segundo era De Klerk.
En su discurso inaugural, Mandela, que ya era Madiba para su patria, dijo algunas cosas que nunca está de más recordar: “De la experiencia de una desmesurada catástrofe humana que ha durado demasiado tiempo debe nacer una sociedad de la que toda la Humanidad se sienta orgullosa. (…) Ha llegado el momento de curar las heridas. El momento de salvar los abismos que nos dividen. Nos ha llegado el momento de construir. (…) Nosotros, el pueblo sudafricano, nos sentimos satisfechos de que la Humanidad haya vuelto a acogernos en su seno. (…) Dedicamos el día de hoy a todos los héroes y las heroínas de este país, y del resto del mundo, que se han sacrificado de numerosas formas y han ofrendado su vida para que pudiéramos ser libres. Sus sueños se han hecho realidad”.
Esa filosofía lo llevó a crear la Comisión por la Verdad y la Reconciliación que, entre 1995 y 1998 investigó las violaciones a los derechos humanos durante los años terribles del apartheid, y tuvo la facultad de conceder una amnistía a quienes reconocieron sus crímenes. Contra lo que siempre piensa la simplificación, Mandela no aconsejaba el olvido: “Al recordar, nos aseguramos de que nunca más seremos víctimas de semejante barbarie y suprimimos una herencia peligrosa que sigue siendo una amenaza para nuestra democracia”.
En julio de 1998, cuando cumplió ochenta años, se casó con Graça Machel, viuda del presidente de Mozambique. Se había separado de Winnie en 1996, luego de un vendaval de sospechas de corrupción y conspiración contra su propio marido. Mandela usó tres palabras para definir su estado de adolescente fervoroso: “Florezco de amor”. A la fiesta de bodas, dos mil invitados, fueron Michael Jackson, el actor Danny Glover, la modelo Naomí Campbell, la escritora Nadine Gordimer, la cantante de jazz Nina Simone y Stevie Wonder, prohibido por el apartheid en 1985.
Con seis hijos, tuvo dos con Winnie, diecisiete nietos y dieciséis bisnietos, no quiso ser reelecto, se negó a perpetuarse en el poder, no imaginó un diluvio después de él, no se juzgó imprescindible, ni sintió que el destino de su pueblo estaba en sus manos, pese a que pudo haberlo pensado; no se nombró padre de ninguna patria, no se condenó a perpetuidad. Quería demasiado a su nación como para semejante desatino. El 16 de junio de 1999 terminó su mandato y se fue a su casa. Y que la vida política de Sudáfrica siguiera su curso.
Pasó sus últimos años, frágil de salud, con el ánimo entero. Sus nietos contaron que, cada vez que lo veían levantarse de su sillón, le preguntaban, un poco en broma, un poco inquietos: “Abuelo… ¿Adónde vas otra vez…?” El venerable Madiba no iba a ninguna parte, sólo a la gloria.
Murió el 5 de diciembre de 2013, en Johannesburgo. Pidió ser enterrado en Qunu, en el Cabo Oriental, no lejos de su pueblo natal, porque allí había aprendido a cazar pájaros, a ordeñar vacas, a beber la leche tibia y la miel silvestre, a pescar con un hilo y un alambre, a nadar y a ser libre.
Con información de Infobae, editada por Rafael Díaz