por Enrique Ochoa Antich
Quienes en su momento estudiamos la historia del fenómeno estaliniano en la URSS de comienzos del siglo XX, no podemos sino notar los parentescos con esto que por comodidad podemos llamar madurismo. Más que socialismo del siglo XXI, lo que vivimos y padecemos es el estalinismo del siglo XXI. Claro, guardando las distancias históricas del caso. Así como el neoliberalismo no fue, no podía ser lo mismo que el liberalismo decimonónico, el estalinismo del siglo XXI no es, no puede ser tampoco una reproducción exacta del régimen que Stalin implantó como continuidad y desarrollo de la revolución bolchevique. Dicho sea de paso, algo semejante tuvo lugar en Cuba con el tránsito de la revolución-Movimiento 26 de Julio a la revolución-Partido Comunista/URSS.
A ver. Lo primero que salta a la vista, es que el origen tumultuario de las tres revoluciones: la rusa, la cubana y la chavista (si es que esta última puede a duras penas ser llamada revolución), es decir, procesos en que las masas movilizadas fueron el soporte inicial del nuevo poder, se trastocó luego en pesadas formaciones burocráticas, en las que la élite del funcionariado del Estado se comporta poco menos que como una nueva clase social, en una relación especial con los medios de producción estatizados, que se lucra de la riqueza (por precaria que sea) que éstos producen y que de ella obtiene privilegios y prebendas.
El tránsito de pueblo a burocracia, implica un común denominador en los tres casos que referenciamos: la coagulación de la masa en partido y del partido en Estado. Así, algo que asemeja al estalinismo venezolano del siglo XXI con el régimen que Stalin impuso a la Rusia soviética, es el partido/Estado. Para un revolucionario, no hay delito ni peculado ni se trata para nada de un acto contrario a la democracia que supone que el Estado es, debe ser expresión de toda la pluralidad política, social y cultural de la nación. No. La falsa conciencia revolucionaria parte del siguiente silogismo:
• Nosotros somos el pueblo.
• El Estado es del pueblo.
• Ergo, el Estado nos pertenece.
Se parte aquí de la premisa errada según la cual el concepto pueblo es igual a pobres y trabajadores manuales del campo y la ciudad, y no el conjunto de individuos, grupos y clases que componen una nación. El partido es la vanguardia esclarecida de ese pueblo en sentido restringido, así que si eventualmente la mayoría popular le es contraria (como es nuestro caso actual), el partido tiene derecho a imponerle por la fuerza la verdad de las cosas que sólo su vanguardia es capaz de entender, como un enigmático Talmud.
Por eso los comunistas pensaban ingenuamente que la dictadura del proletariado lo sería sólo para la burguesía explotadora y en cambio aseguraba la democracia para el pueblo trabajador. Claro, esa dictadura la ejercía el partido en nombre del proletariado, y así devino en dictadura del partido contra los trabajadores, y luego en dictadura del Comité Central contra el partido, y al final en dictadura del Secretario General contra el Comité Central, el partido y el pueblo. No por casualidad Stalin ejecutó a la mayoría de los integrantes del Comité Central que fuera protagonista de la Revolución de Octubre.
Las purgas, como las que hemos visto entre nosotros (sin los 500.000 ejecutados de Stalin durante los juicios de Moscú en los años ’30 y más allá), son otra características del fenómeno estaliniano, en el siglo XX o en el siglo XXI. La élite burocrática no puede admitir disidencia alguna en su seno: su visión de la política es militar, lo es la disciplina vertical entre sus miembros («Ordene, comandante», exclamaba la masa delirante ante Fidel), y la dirección es -como suelen decir- un Estado Mayor.
Por contrapartida, la institución militar es ferozmente adoctrinada y partidizada. Se convierte en el brazo ejecutor, con las policías, de la voluntad despótica de ese tirano colectivo (con el perdón de Gramsci) que es la burocracia estaliniana coagulada en partido.
La cultura política marxista-leninista-estalinista convierte al cinismo en política de Estado, como todo totalitarismo: se violentan los derechos políticos en nombre de la democracia popular, se hace la guerra en nombre de la paz, se mata en nombre de la vida.
Así, el discurso dizque revolucionario va llenándose de falacias. Por ejemplo:
• ¿Disidencias en nuestro seno? ¡Jamás! Eso es una traición.
• ¿Derecho de huelga? ¡Imposible! Si el Estado es del proletariado a través de su partido, el proletariado no puede hacerse huelga a sí mismo.
Ojalá del seno mismo del madurismo pueda emerger la voluntad democrática mayoritaria que comprenda que el estalinismo del siglo XXI no nos lleva a ninguna parte, como no sea a décadas de penurias y atraso… hasta que el muro de la intolerancia se venga al suelo por su propio peso, como el de Berlín.
Y ojalá entre sus opositores se comprenda que las arremetidas violentas contra los regímenes autoritarios sólo potencian la vocación dictatorialista y totalitaria que anida en su interior: en buena medida, el brote extremista de 2002, el golpe de Estado del 11A y el paro petrolero, tuvo ese efecto en la tesitura democrática del chavismo.
Parafraseando a Engels, el estalinismo debe ser enviado al lugar que le corresponde: al museo de antigüedades, junto a la rueca y al hacha de bronce. Sólo la democracia, sin ambages, para todos, como vía y como fin, puede lograr la sociedad de libres y de iguales que ha sido desde siempre el milenario sueño de la humanidad.