Por Asdrúbal Aguiar
Los Estados y sus gobiernos, en Occidente, se han vuelto cascarones y franquicias. Son incapaces de resolver por sí solos los problemas agonales que plantea el siglo XXI. Y lo mismo ocurre con sus organizaciones multilaterales, forjadas a lo largo de la modernidad y cuyo talante adquieren en 1945 al establecerse un orden en el que la dignidad de la persona humana podría realizarse, y del que al cabo aún depende la paz y la seguridad internacionales. Sin el respeto a la libertad y los derechos fundamentales, como lo demostrara el modelo de la Sociedad de Naciones construida tras la Primera Guerra Mundial, el flagelo de la violencia y sus totalitarismos criminales quedan a la orden del día. De allí la ejemplaridad del Holocausto, un paradigma permanente luego preterido a partir de los años sesenta, cuando la ONU opta por caminar hacia el precipicio y perder su memoria.
Estas y aquellos medran y viven hoy en el sopor, aletargados, en su mayoría secuestrados por gobiernos no democráticos que estiman de irrelevante la convivencia civilizada entre las naciones. ¡Y es que dejaron de conjugar pro homine et libertatis para volver al pasado, al culto del Leviatán! El principio de la soberanía absoluta del gobernante de turno y su derecho a que los otros no se inmiscuyan en sus cuestiones domésticas, de nuevo se hace regla. Cada uno y cada cual desea sobrevivir en medio de la liquidez, sin apercibirse de que al fracturarse el dique común de la civilización compartida no uno sino todos se ahogan.
Naciones Unidas, para justificarse argüía que la democracia no era mencionada como tal y expresamente en sus documentos fundacionales, pues la mayoría de los Estados –al igual que ahora, cuando sólo se cuentan 24 países con plenitud democrática de sus 193 miembros– en efecto no eran democráticos. A raíz de la caída del Muro en 1989, luego de la emergencia de las «democracias nuevas» en Europa Oriental, cuando menos la propaganda mediática vocifera que ella, la ONU, es la organización global que mejor la defiende, pues “la democracia proporciona un entorno … en el que se ejerce la voluntad libremente expresada de las personas”.
Sea lo que fuere, he celebrado que el secretario de la ONU, António Guterres, al inaugurar el pasado 22 de septiembre La Cumbre del Futuro admitiese que busca “recuperar el multilateralismo del abismo” y aceptase que “nuestro mundo se está descarrillando”. “Que necesitamos decisiones difíciles para volver a encarrilarnos”, dado que los conflictos se multiplican. Es un primer paso. Tan esencial como el que da el que busca curarse de su adicción a las drogas y admite que es un adicto.
Lo grave es que en el documento que habrían aprobado por consenso todos los jefes de Estado –ausentes de la Cumbre, rechazado por el gobernante argentino, adoptado con el mazazo de su presidente a pesar de que minutos antes hubo una diatriba entre África y Rusia con abstenciones y sin apoyos totales, viéndose obligado Guterres a tener a mano tres discursos distintos– para poner a tono a la ONU como la organización global que aspira ser, apenas se menciona a la democracia en 5 oportunidades. Y se lo hace para señalar la característica esperada de sus órganos, como el Consejo de Seguridad. En pocas palabras, los gobernantes, en su mayoría dictadores o déspotas primitivos y hasta criminales, reclaman la democracia para ellos, que no para sus pueblos.
“Proteger la integridad de los procesos democráticos” –se entiende que son los electorales– cuidando “el respeto en el espacio digital”, enhorabuena lo propone el Pacto para el Futuro; pero sólo acicateado por la denunciada interferencia rusa en las elecciones norteamericanas: ¿Y qué pasa con Maduro, quien inventa que desde Macedonia se interfirieron las elecciones venezolanas para así poder confiscar sus resultados y ocultar la data que evidencia su palmaria derrota? Su gobierno ha votado por el Pacto de marras, que redobla al plan progresista de Desarrollo Sostenible 2030 de la ONU, en el que brillan por su ausencia y de modo conveniente la democracia y el Estado de Derecho.
El Pacto sí habla unas 6 veces del Estado de Derecho, destacando su importancia en el plano nacional y para la lucha contra el terrorismo, es verdad. Pero la aporía hace de las suyas. Según el documento adoptado se luchará desde la ONU contra el terrorismo, desde un enfoque “pansocial” y “pangubernamental”. ¿Con qué se come eso? ¿Se le tamiza con lo del «pan»? ¿Se sugiere, por ende, un inaceptable diálogo con el mal absoluto hasta lograr consensos, sincretismos de laboratorio? ¿Dónde quedan, entonces, los valores de la ONU y la consecuencia modeladora de los principios de Núremberg?
En suma, en un mundo al que se lo tragan las guerras, el terrorismo, los gobiernos dedicados al narcotráfico, el desprecio a la soberanía popular, o la impunidad procaz de los crímenes de lesa humanidad ante la abulia de la Corte de La Haya – volvemos a la Venezuela de Maduro – para el Alto funcionario lo relevante es debatir sobre “misoginia” o “derechos reproductivos de las mujeres” o acerca de cómo darnos una “nueva arquitectura financiera internacional”.
“La gente nunca se pone de acuerdo sobre el pasado”, sostiene el líder de Naciones Unidas. Mas lo cierto es que no habrá futuro sin domeñar al presente y sin memoria de nuestras raíces. Y demanda Guterres que pongamos los “mejores intereses” de la humanidad “al frente y al centro de las nuevas tecnologías”, léase, de la gobernanza digital global. Por lo que no huelga preguntarle: ¿Cuáles intereses y quiénes los determinan? ¿Las dictaduras mayoritarias dentro de la ONU? ¿Y por qué no proclamar que la humanidad a secas – el criterio de lo humano – es la que ha de estar en el centro y por encima, como eje ordenador de la razón técnica y de la ecología?
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